martes, 12 de julio de 2011

Alfa y Omega


Fin.
Sintió placer después de escribir la palabra que decretaba el cese del relato. Fumó un cigarro mientras releía los últimos capítulos de la que –podría ser- se convertiría en su última novela.
Si la vanidad no le hubiese impedido apartar la vista de la tinta todavía fresca, hubiese visto por el ventanal del estudio a dos hombres saltando la tranquera.
En la mañana iría a entregar los originales, aún antes de la fecha límite.
Y luego las lecturas, las conferencias, las invitaciones a los congresos. Pensaba en los colores que sugeriría a los diseñadores para la portada mientras uno de los hombres aprovechaba el descuido de una ventana entreabierta en la planta baja.
Se puso de pie y abrió la vitrina. Bebió un trago de coñac imaginando la adaptación para un largometraje al mismo tiempo que otro miraba atentamente su espalda desde la puerta del estudio.
Antes de irse a dormir recordó haber dejado la luz del pasillo encendida, pero al voltear encontró el brillante acero de un revólver apuntando a su entrecejo. Se dijo que no había por qué temer, que se trataba simplemente de un robo, cuando quien lo enfrentaba vacilaba por los nervios de encontrarse por primera vez en una situación de semejante calibre. Intentó calmarlo, acercándose con las manos en alto. Pero desconocía que ante movimientos imprevistos, algunos suelen actuar de la forma menos pensada. Sintió como el plomo caliente le quemaba por dentro viendo la copa estrellarse en el suelo y deshacerse en un puñado de pequeños cristales.
Se desplomó en la alfombra pensando en las regalías que dejaría su –ahora sí- última novela.
Fin.
Esa placentera sensación de haber escrito esa palabra que finaliza la historia. Poder disfrutar de un cigarro releyendo los últimos capítulos. Tomarme un buen trago de coñac pensando en el recibimiento de la crítica de la que -puede ser- mi última novela. 

miércoles, 16 de marzo de 2011

Adiós, Alberto

Cuando uno es joven lo aburren los velorios. Por lo general se asiste obligado por los padres, los tíos, los abuelos. Un niño compungido siempre es un gran golpe de efecto para quienes asisten al espectáculo necrológico. El chico no está mal por el abrupto deceso del occiso, sino por ver un cuerpo amarillento entre cuatro maderas que pronto descenderá a un agujero en la tierra, o más comúnmente, arderá en el horno crematorio.
A mayor edad, se alcanza la comprensión de lo que significa acompañar a los seres queridos en aquel momento tan delicado: las palabras de aliento; monótonas frases hechas y ridículos y estériles consuelos. El golpecito en la espalda, el abrazo, el café, Chacarita y la línea B de regreso al centro.
Qué decir cuando ya se han comprado tantos calendarios… Los velorios son algo más violentos, casi amenazantes. Los homenajeados –suena irónico, pero al fin y al cabo es una expresión válida- comienzan a ser coetáneos y no frágiles personas mayores, tan lejos de la plenitud propia. Son colegas, amigos íntimos, hermanos, primos… Es entonces cuando se toma conciencia de que el reloj en algún momento da la última campanada. El ritual funerario toma otra dimensión.
A los 77 años y con un grueso historial médico me encuentro por tercera vez en seis meses en una casa mortuoria. El otoño se fue con Don Dálmine. El cáncer le ganó la apuesta a los médicos y se burló de años de inútil tratamiento. 14 de agosto fue el último día que contó con Nicanor Esteche, estimado compañero de los primeros años en el Palacio de Tribunales, de la barra del café de la calle Tucumán.
Y ahora otra vez las coronas, las caras impostadas y el coro de pésames, no somos nada, y era un gran tipo o cuando lo conocí… La mesita con medialunas y café y leche, los tonos negros o gris oscuro y las corbatas lisas. El desfile infatigable de conocidos, amigos, hermanos, sobrinos, nietos (el cuerpo amarillo y las maderitas) y la viuda de velo negro, paquete de carilinas y bolso al costado del asiento, derramando lágrima tras lágrima, aceptando los comentarios que no surten ningún tipo de efecto.
De pronto entran las personas de negro, con cara amable. El desalojo de la capilla ardiente para terminar de maquillar el cuerpo. La hora de la última despedida, del adiós eterno. La viuda roba un instante al oficio funebrero y se asoma al cajón presto a cerrarse.
“Adiós Alberto”, me dice. Y me besa hasta siempre. 


lunes, 20 de diciembre de 2010

impasse






    Lo realmente grave de los espejismos sucede cuando se revelan como tales.

    Esto ocurre –generalmente-, cuando quien los contempla comete el error -cobarde- de buscar la alternativa a la fantasía. El espejismo parece ser demasiado dulce, uno lo sabe. Quizá finalmente se esté barajando de nuevo. Pero no puede ser así. Es difícil concebir un oasis cuando la sed aprieta desde hace tanto.

    Ante el espejismo, hay tres opciones posibles (siempre son tres). La primera consiste en alejarse inmediatamente de él; ignorar su (hipotética) existencia y seguir camino, sumergirse aún más en la desolación y aferrarse a la esperanza de futuras tentaciones.

    Otra alternativa es la duda. Acercar la mano y esperar a no tocar el bello holograma, implorar por el triunfo final de la lógica y la coherencia. Quizá el hechizo se esfume pronto, tal vez demore un rato más. De cualquier forma, sólo se trata de un espejismo. Este camino es el más adecuado para aquellos que necesiten pruebas de cordura y buen juicio.

    Finalmente, queda aceptarlo e inmediatamente ignorar lo que verdaderamente está sucediendo. Tomar al espejismo como la única realidad; la nueva realidad. A partir de entonces, el caminante lo  concibe como nuevo punto de partida.

    Paradójicamente, al llegar a este punto, se desconoce la irrealidad propia del espejismo y se llega a la convicción de que de que se navega la llana realidad, aquella que lo obliga a retomar su búsqueda de nuevas ilusiones.   

    Se cree que hay tan sólo un instante en el traspaso de realidades en que se experimenta un inmenso placer; aquel que consiste en la felicidad que produce tener la capacidad para tomar la fantasía como la opción acertada  justo antes de creerla verdadera.

    Es por este instante único que vale la pena entregarse a la belleza del espejismo.

    Depende de cada uno extenderlo el mayor tiempo posible. 


Espejismo (Beilinson-Solari)

La tierra gira, hoy, menos veloz.
(en ciertas cosas, el diablo siempre es neutral)
Pasará, ya pasará 
este espejismo pasará.

Cerrá los ojos y ves la boutique del rock
y sus jugadas que siguen saliendo bien.
Lo mejor de nuestra piel,
Es que no nos deja huir...

Contra las cuerdas vas a desafinar
canciones tristes, dueñas del corazón
Borra el rastro tu dolor
y ya no te arrepentís.



martes, 19 de octubre de 2010

Solo

-Ya está. Quedó inconciente, vámonos.
-¿A dónde nos vamos? De acá no te movés, Franco. ¿O ya te olvidaste de lo que te hizo la putita esta? Me pediste que te ayudara. Bueno, acá estoy. Vamos a terminar ahora.

Tenía razón. No hubiese podido llegar hasta ahí sin él. Pero verla inmóvil, enredada en el mismo vestido que le había regalado la semana anterior y que prometió estrenarlo esa misma noche me estremecía. Los ojos de Alejo eran severos; esas dos perlas negras decían más que su voz áspera y gruesa, que parecía salir de mi propio subconsciente. Yo quería lastimarla, quería verla sufrir. Pero sabía que no podía hacerlo solo.
-Sos un cagón de mierda, eso es lo que sos. Cagón. Ayudáme. Vamos a meterla al baño.
Por eso mismo le había pedido ayuda a Alejo. Era decidido. La agarré de los tobillos, mientras él la tomaba por los hombros. El golpe en la cabeza comenzaba a hincharse. Corrimos las cortinas de la bañera y la pusimos acostada, con la cabeza apoyada sobre la canilla. Se oyeron tres golpes en la puerta.
-No abras.
-Tengo que ir, debe ser Alicia, vive en el contrafrente. Debe haberla escuchado gritar cuando le pegaste con el velador.
-Ni se te ocurra ir-, insistió. Sos capáz de mandarme al frente, hijo de puta.
-No, Alejo-, lo tranquilicé. Aunque empezaba a dudar de su perversidad. Parecía disfrutar viendo el cuerpo de Luciana, vulnerable a recibir el castigo que creíamos justo. Fui hasta la puerta y abrí con el pasador puesto.
-¿Pasó algo, nene? Escuché mucho ruido, y ustedes suelen ser calladitos siempre. Perdón que me meta. ¿Está todo bien?
-No pasa nada, doña. Estamos mirando una película y la tonta se asustó un poco. Vaya tranquila, nomás-. Alejo estaba atrás mío cuando Alicia se alejaba por el palier.
-La vieja sabe, Franco. Te dije que no fueras a la puerta.
-No sabe nada. Cortala.
Sonrió. Fue hasta la cocina, silbando. Después empezó a murmurar algo, no entendía. De pronto sentí que todo podía salir mal; muy mal. Prendí un cigarrillo y me senté en el sillón del living, escuchando la hoja de metal afilarse sobre la piedra. Volvió a silbar. Entre el humo veía asomar su cabeza por la abertura de la puerta corrediza que daba a la sala y como dirigía miradas precisas, no a mi cara, no a mis ojos. Miraba detrás de mí.

-Vos lo quisiste así. ¿O no te acordás?- el acero raspando el esmeril era el tic-tac de un reloj de cuarzo. Escuchaba los latidos de Luciana.-Es una mierda la flaquita esta. Mañana a esta hora me lo vas a agradecer, Franco. Quedate tranquilo que yo me ocupo de todo. No merece otra cosa. Andá a saber hace cuánto te estaba cagando. Esas cosas no se hacen, Franco. No se hacen. No irás a decir nada vos, ¿no?- guiñó un ojo.

Silbaba otra vez, mientras terminaba por sacarle filo al hacha de cocina que nos había regalado mi suegra cuando nos mudamos a capital. Sentía la respiración de Luciana como si la tuviera en mis brazos. Hasta podía ver como su pecho subía y bajaba agitado. Fui al baño tratando de hacer el menor ruido posible mientras Alejo seguía en la cocina.
Traté de reanimarla. No me importaba lo que hubiese hecho. Había vuelta atrás. Parpadeó débilmente.
-¡Luciana, Luciana!- traté de susurrarle al oído, arrodillado sobre la bañera-. Tenemos que irnos-. Pero no había respuesta. En el living habían prendido el equipo de música. El ruido era insoportable, aunque me permitió oír la voz de Alejo.
-Franco…
Los pasos se acercaban. Sacudí a Luciana, realmente quería que despertara, que pudiera escapar de la monstruosidad que estaba a punto de ocurrirle. Que eludiera la muerte inevitable a la que la había expuesto. La sombra de Alejo nos bañó a ambos.
-Sabía que te ibas a tirar atrás, cagón. Correte-. Levantó a Luciana por la trenza cosida que se había hecho esa misma tarde y la apoyó contra el borde.
-No la quiero matar. No la mates, por favor.
-Lo hubieses pensado antes, Franquito-. Traté de tomarlo del brazo, de bajar el hacha que estaba por cortar la vida, pero un golpe de Alejo me tiró contra los azulejos. Él me miró a mí. Yo la miraba a ella. Antes de que el metal abrazara su cuello vi en sus ojos tristeza.


       La sangré me salpicó el rostro. Un grito ahogado de Luciana es el último recuerdo que tengo de ella, junto a una carcajada oscura y siniestra de Alejo. Me impresionó ver que se había puesto mi ropa. Tampoco había notado antes su cicatriz en el pómulo izquierdo, similar a la que yo tengo.


       Lo que más me sorprendió, fue encontrarme en el baño solo y ver el hacha en mis manos.





lunes, 4 de octubre de 2010

Locura, lacura

Lo siguiente es un trazito; un bucle de un garabato más grande. 


Y qué es un recuerdo si no son tus manos atrás de mi oreja, tu pelo hecho jirones que son barro en mis dedos o tus palabras bailando en mi oído. Mirar para atrás nunca es justo si convenimos embellecernos.

De día nos conformamos con la rutina. ¿de qué nos serviría la luna, sino? Vos con tus cortados, un especial de salame y queso en la mesa que da a Leandro Alem, las manos que retuercen el delantal, anotás con ese lápiz chiquitito y sin punta, “ya está lista la 6” y “cobre aquí” y “¿cuánto es todo?”, o te lo pedí doble en jarrito, y las moneditas debajo del plato y arriba de la servilleta con esas manchas marrón clarito y algún garabato de lapicera azul. Yo con mis remitos y la calculadora que anda tan mal, las facturas y esa luz de tubo sin ni una puta ventana. Las banditas elásticas, los clips y “¿esto tiene ingresos brutos?”, consumidor final, “endosáme el cheque”, y que me cierra el banco y tribunales, y el banco provincia de avenida Córdoba, el diario arrugado entre el brazo y la axila, haciendo malabares para tratar de prender un cigarrillo.

Y para los dos… Florida. Sin las palmeras, pero con manteros. A contramano. Los rostros y los brazos, los tacos que encabezan el éxodo hacia corrientes o hacia avenida de mayo y nosotros que entramos a las 19 a un edificio de oficinas que es la fiel representación de la inexistencia fuera del horario laboral. La oficina vacía número 302. la copia de la llave que le robaste a tu viejo antes de mandarlo a la mierda y a esperar que no salga el remate y a esperar que en tu familia piensen que todavía está hecha una mugre (y en verdad lo está). un disco de los Charly si me aguantás un rato o vos lo ponés al Flaco y nos miramos hasta que uno dice alguna estupidez que nos recuerda que las agujas corren por ese disco blanco lleno de rayitas y números.

-Imaginá que vivimos siempre una hora-, interrumpió Celeste.
-¿Cuál?
-12 horas, doce horas. Siempre las mismas 12 horas. El reloj es un círculo, no una recta.
-pero el tiempo sí es una recta. lineal.  
-A mi no me consta. Igual, no estás viendo lo importante. Imaginá lo que te digo.
-Bueno, las mismas doce horas. ¿y Ahora?
      -Ahí tenés. No habría ahora, habría ahoras. Cambia toda la percepción que tenés de tiempo. No podés pensar nada para ahora porque en exactas doce horas vas a estar en el mismo lugar. ¿Qué hacés, entonces?











martes, 7 de septiembre de 2010

Última noche

Despacio, muy despacio. Sentada en el borde de la cama te vas sacando las medias. Tus dedos enrollan suavemente la lycra desde tus muslos mientras me dirigís una mirada malditamente bella. Primero una pierna y después la otra, siempre tus ojos fijos.
Luego de apoyar el cigarrillo en el cenicero de vidrio y dejar el vaso en el primer hueco que encuentro en la estantería me abalanzo sobre tu cuerpo semidesnudo. Con la punta de uno de tus pies sobre mi pecho impedís que continúe desabotonando mi camisa y con un movimiento de extrema destreza me acostás a tu lado invitando a desistir de cualquier intento por evitar ser la presa.
Mientras una mano busca el cierre de mis pantalones la otra cierra sus garras detrás de la nuca. Cierro los ojos al mismo tiempo que tus dientes se hunden en uno de los lados de mi cuello, sujetándome a tu cuerpo usando las mismas piernas que antes había visto librarse tan inocentemente de tus medias.
Siento como la sangre se evapora más allá de mis venas cuando me encuentro desnudo y enteramente a merced de tus artes más perversas, toda tu boca dispuesta a obsequiar el mayor de los placeres; a llevar el deseo a bordear lo inimaginable.
Sentada sobre mi vientre y apoyando las palmas de tus manos sobre mi pecho me siento dentro tuyo como nunca antes lo había hecho. En una danza hipnótica te incorporás frenéticamente y de repente aparece ante mí tu hermoso pelo negro, que sujetás llevando los brazos junto a tus sienes. La respiración en aumento y tu aliento en mi oído. Cada grito de placer es motivo de excitación y de sentirse cada vez más vivo.
Ruedo sobre tu cuerpo y ahora te toca el papel de víctima, o al menos eso creo.
Fruncís el ceño a cada compás de sexo y retorcés las sábanas en señal de desenfreno pidiendo a gritos que el mundo no deje de girar.
Sintiendo tocar con mis dedos el placer, no tengo tiempo para descubrir tu brazo hundiéndose bajo la almohada.
Entre las penumbras veo un destello de acero, la fina hoja de metal hundiéndose entre dos de mis costillas y el río de sangre q salpica tu rostro horriblemente alegre. Una descarga de electricidad recorre mi cuerpo mientras me abrazás obsequiándome nuevas puñaladas en mis dorsales.
Quiero gritar, pero sólo logro emitir un débil gemido. Caigo al piso sobre un charco de mi propia sangre. Mientras veo como te vestís rápidamente, me decís algo que no estoy en condiciones de entender.
Entonces supongo que ese día no habías vuelto tan tarde. Habías llegado y te habías ido, tomándote el tiempo suficiente para tomar la foto.
La misma foto que veo ahora que la has dejado entre mis dedos pegoteados de sangre.




martes, 24 de agosto de 2010

Dejame ver como ven tus ojos

Mientras bebía un trago de esos que pretenden saciar la sed de una sola vez, vio cómo se sentaba a una de las mesas del rincón. Era de los pocos lugares que quedaban al margen de la escasa luz que bañaba la sala. Estaba sola y no le hizo falta mirar la carta para saber qué era lo que quería. Con la yema de su dedo índice alcanzó el cenicero de aluminio y apoyó sobre la mesa el encendedor y un atado de cigarrillos.


Cerveza le indicó al mozo que la adivinó entre sombras y el humo blanco, típico de la primera pitada. Dejó caer su cabeza hacia atrás, y estiró las piernas por debajo de la mesa mientras con sus manos se aferraba al asiento de madera como si fuera a salir despedida por obra de alguna misteriosa fuerza. Su pelo negro y sin brillo copiaba el trazo de los breteles blancos y algo deshilachados, que asomaban debajo de una remera gris.


“Cerveza”, había dicho. Pero cómo lo había dicho. No había sed en sus palabras, sino rastros de quitarse el sabor de otra cosa. Él la miraba esperando uno de esos cruces de miradas que provocan –en el mejor de los casos- un segundo cruce de miradas. Acercarse a una persona que parece estar sentada en el borde de la Luna le hizo pensar más de una vez en cómo descubrir qué música había en la voz de aquella chica sentada en la mesa más oscura.


Bebió lo poco que le quedaba de un sorbo y se dirigió a la mesa de la que ahora cruzaba las piernas y buscaba la mirada, su mirada. 
Se sentó frente a ella, pero inmediatamente corrió la silla para quedar casi a su lado (la forma habitual que eligen las parejas nuevas).


Laura -que todavía no era Laura sino la chica que no entendía qué estaba sucediendo-, lo saludó tímidamente y le preguntó quién era. Desde ya que no lo conocía. Marcelo –que aún era sólo una voz-, le habló sobre lo linda que era Lavalle a esa hora y como por fin podían verse algunas estrellas en el cielo de Buenos Aires. Laura –que ahora era la chica que sonreía con mezcla de ternura y melancolía- le agradeció el breve relato y le comentó de su departamento que compartía con una hermana en Almagro. Marcelo, que cada vez se oía más como canción, elogió sus ojos grises. Laura pidió permiso para acariciarle el rostro para después decirle que era más bello de lo que creía.
       
Marcelo –el mismo que la tomaba de las manos-, la invitó a salir de allí y caminar entre el otoño. Laura, que dos horas después apoyaría sus labios contra los de Marcelo, contestó que por qué no.