martes, 7 de septiembre de 2010

Última noche

Despacio, muy despacio. Sentada en el borde de la cama te vas sacando las medias. Tus dedos enrollan suavemente la lycra desde tus muslos mientras me dirigís una mirada malditamente bella. Primero una pierna y después la otra, siempre tus ojos fijos.
Luego de apoyar el cigarrillo en el cenicero de vidrio y dejar el vaso en el primer hueco que encuentro en la estantería me abalanzo sobre tu cuerpo semidesnudo. Con la punta de uno de tus pies sobre mi pecho impedís que continúe desabotonando mi camisa y con un movimiento de extrema destreza me acostás a tu lado invitando a desistir de cualquier intento por evitar ser la presa.
Mientras una mano busca el cierre de mis pantalones la otra cierra sus garras detrás de la nuca. Cierro los ojos al mismo tiempo que tus dientes se hunden en uno de los lados de mi cuello, sujetándome a tu cuerpo usando las mismas piernas que antes había visto librarse tan inocentemente de tus medias.
Siento como la sangre se evapora más allá de mis venas cuando me encuentro desnudo y enteramente a merced de tus artes más perversas, toda tu boca dispuesta a obsequiar el mayor de los placeres; a llevar el deseo a bordear lo inimaginable.
Sentada sobre mi vientre y apoyando las palmas de tus manos sobre mi pecho me siento dentro tuyo como nunca antes lo había hecho. En una danza hipnótica te incorporás frenéticamente y de repente aparece ante mí tu hermoso pelo negro, que sujetás llevando los brazos junto a tus sienes. La respiración en aumento y tu aliento en mi oído. Cada grito de placer es motivo de excitación y de sentirse cada vez más vivo.
Ruedo sobre tu cuerpo y ahora te toca el papel de víctima, o al menos eso creo.
Fruncís el ceño a cada compás de sexo y retorcés las sábanas en señal de desenfreno pidiendo a gritos que el mundo no deje de girar.
Sintiendo tocar con mis dedos el placer, no tengo tiempo para descubrir tu brazo hundiéndose bajo la almohada.
Entre las penumbras veo un destello de acero, la fina hoja de metal hundiéndose entre dos de mis costillas y el río de sangre q salpica tu rostro horriblemente alegre. Una descarga de electricidad recorre mi cuerpo mientras me abrazás obsequiándome nuevas puñaladas en mis dorsales.
Quiero gritar, pero sólo logro emitir un débil gemido. Caigo al piso sobre un charco de mi propia sangre. Mientras veo como te vestís rápidamente, me decís algo que no estoy en condiciones de entender.
Entonces supongo que ese día no habías vuelto tan tarde. Habías llegado y te habías ido, tomándote el tiempo suficiente para tomar la foto.
La misma foto que veo ahora que la has dejado entre mis dedos pegoteados de sangre.