martes, 24 de agosto de 2010

Dejame ver como ven tus ojos

Mientras bebía un trago de esos que pretenden saciar la sed de una sola vez, vio cómo se sentaba a una de las mesas del rincón. Era de los pocos lugares que quedaban al margen de la escasa luz que bañaba la sala. Estaba sola y no le hizo falta mirar la carta para saber qué era lo que quería. Con la yema de su dedo índice alcanzó el cenicero de aluminio y apoyó sobre la mesa el encendedor y un atado de cigarrillos.


Cerveza le indicó al mozo que la adivinó entre sombras y el humo blanco, típico de la primera pitada. Dejó caer su cabeza hacia atrás, y estiró las piernas por debajo de la mesa mientras con sus manos se aferraba al asiento de madera como si fuera a salir despedida por obra de alguna misteriosa fuerza. Su pelo negro y sin brillo copiaba el trazo de los breteles blancos y algo deshilachados, que asomaban debajo de una remera gris.


“Cerveza”, había dicho. Pero cómo lo había dicho. No había sed en sus palabras, sino rastros de quitarse el sabor de otra cosa. Él la miraba esperando uno de esos cruces de miradas que provocan –en el mejor de los casos- un segundo cruce de miradas. Acercarse a una persona que parece estar sentada en el borde de la Luna le hizo pensar más de una vez en cómo descubrir qué música había en la voz de aquella chica sentada en la mesa más oscura.


Bebió lo poco que le quedaba de un sorbo y se dirigió a la mesa de la que ahora cruzaba las piernas y buscaba la mirada, su mirada. 
Se sentó frente a ella, pero inmediatamente corrió la silla para quedar casi a su lado (la forma habitual que eligen las parejas nuevas).


Laura -que todavía no era Laura sino la chica que no entendía qué estaba sucediendo-, lo saludó tímidamente y le preguntó quién era. Desde ya que no lo conocía. Marcelo –que aún era sólo una voz-, le habló sobre lo linda que era Lavalle a esa hora y como por fin podían verse algunas estrellas en el cielo de Buenos Aires. Laura –que ahora era la chica que sonreía con mezcla de ternura y melancolía- le agradeció el breve relato y le comentó de su departamento que compartía con una hermana en Almagro. Marcelo, que cada vez se oía más como canción, elogió sus ojos grises. Laura pidió permiso para acariciarle el rostro para después decirle que era más bello de lo que creía.
       
Marcelo –el mismo que la tomaba de las manos-, la invitó a salir de allí y caminar entre el otoño. Laura, que dos horas después apoyaría sus labios contra los de Marcelo, contestó que por qué no. 
    

miércoles, 11 de agosto de 2010

Póker

Una mesa redonda, de paño verde. De ésas, así como de póker.
Una luz de circunstancias ilumina la sala.
Se sientan a la mesa, la Razón y el Corazón.
Es un mano a mano en el que se juegan la felicidad (de más está decir que es un típico póker cerrado).
No es un juego fácil; ambos se conocen de memoria y son eternos rivales.
Sin embargo -y es aquí dónde radica el encanto del juego- solo uno de ellos miente (o se miente), otorgándole clara ventaja al adversario. El otro, por su parte, actúa con tanta naturaleza y espontaneidad que sería irresponsable no sospechar de estrategias.
Claro está a quién pertenece cada papel, ¿no?

Tic-tac, y el tiempo da las cartas.

Mientras la razón espera fría y concentrada las reacciones del corazón al mirar sus cartas, éste se emborracha de nostalgia y recuerdos vagos de tantas (tantas) manos anteriores. No son buenas cartas las del bobo. Es más; son pésimas, como las que le tocan siempre. Pero hace falta mucho más, si es que hay más, para que se abandone la mesa.

La Razón tiene todas las de ganar, le ha tocado una mano exquisita. La derrota no es siquiera una posibilidad. Pero, como siempre le sucede, no logra encontrarle significado a la tranquilidad de quien tiene enfrente, quien sabe que perderá inexorablemente. Se asusta y pierde los estribos. No medita con claridad a la hora de cambiar cartas. Se pregunta si ella sola puede contra él.

El Corazón eleva la apuesta. Tiene un full de angustias y certezas de sufrimiento. Fantasea con sacar un As de ilusión bajo la manga, pero como siempre, está arremangado y no puede ocultar nada.
Naturalmente, nadie se atrevería a hacer una apuesta fuerte con esa mano. Pero él confía en su instinto y una mala mano no lo hará cesar en su búsqueda de una escalera de placer.

La razón se regodea con un póker de experiencias, pero espera llegar a formar un color de seguridades. Observa detenidamente al Corazón. Se pregunta si tal vez puede salir vencido por ese rebelde e imprevisible músculo que va al frente desnudo y sin más mañas que la esperanza y la búsqueda incansable de eso que desconoce.
Iguala la apuesta al mismo tiempo que arriba a la sala la especulación. La seducción acude también, acompañada de la lujuria. Vestidas para la ocasión, ajustadas dentro de un rojo pasión y de inmediato flanquean a la Razón salpicándole gotas de desenfreno, que ella –inmutable como siempre- seca con un seco pañuelo de pudor y cordura.

De todas formas, el juego se reduce a ellos dos.

Los de afuera son de palo, por más que confundan incentivados por no quedar nunca afuera.
El tiempo pide ver cartas.

La Razón, exultante, despliega su juego: tiene escalera; experiencia, lógica, miedo, seguridad y comodidad.
El Corazón, rendido, extiende las cartas boca abajo por sobre el verde paño. Ya sabe que perdió y siempre lo supo. ¿Importa saber sus cartas?
Pero no por eso se va a privar de volver a tentar a la Razón en cuanto el coraje vuelva a convencerlo de que lo haga.

La Razón se recuesta en su asiento y fuma un cigarrillo de tranquilidad, mientras que el Corazón se ahoga en licores de desamparo e impotencia. Ebrio, pero de amargura, tambalea entre inseguridades.

Desparramado aguarda la llegada del Dolor, quien suele acostarse con él esas noches en que cree que puede ganar en una de esas mesas.

De paño verde.
Así, como de póker.