Fin.
Sintió placer después de escribir la palabra que decretaba el cese del
relato. Fumó un cigarro mientras releía los últimos capítulos de la que –podría
ser- se convertiría en su última novela.
Si la vanidad no le hubiese impedido apartar la vista de la tinta todavía
fresca, hubiese visto por el ventanal del estudio a dos hombres saltando la
tranquera.
En la mañana iría a entregar los originales, aún antes de la fecha
límite.
Y luego las lecturas, las conferencias, las invitaciones a los congresos.
Pensaba en los colores que sugeriría a los diseñadores para la portada mientras
uno de los hombres aprovechaba el descuido de una ventana entreabierta en la
planta baja.
Se puso de pie y abrió la vitrina. Bebió un trago de coñac imaginando la
adaptación para un largometraje al mismo tiempo que otro miraba atentamente su
espalda desde la puerta del estudio.
Antes de irse a dormir recordó haber dejado la luz del pasillo encendida,
pero al voltear encontró el brillante acero de un revólver apuntando a su
entrecejo. Se dijo que no había por qué temer, que se trataba simplemente de un
robo, cuando quien lo enfrentaba vacilaba por los nervios de encontrarse por
primera vez en una situación de semejante calibre. Intentó calmarlo,
acercándose con las manos en alto. Pero desconocía que ante movimientos
imprevistos, algunos suelen actuar de la forma menos pensada. Sintió como el
plomo caliente le quemaba por dentro viendo la copa estrellarse en el suelo y
deshacerse en un puñado de pequeños cristales.
Se desplomó en la alfombra pensando en las regalías que dejaría su –ahora
sí- última novela.
Fin.
Esa placentera sensación de haber
escrito esa palabra que finaliza la historia. Poder disfrutar de un cigarro
releyendo los últimos capítulos. Tomarme un buen trago de coñac pensando en el
recibimiento de la crítica de la que -puede ser- mi última novela.
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